“¿No
han leído…Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es
Dios de muertos, sino de vivos. Están equivocados” (Mc 12, 18-27).
Con
estas palabras Jesús da a conocer el endurecimiento del
corazón humano para abrirse a la verdad plena, al menos, tal como se manifiesta
en el sentimiento más profundo de sus interlocutores.
En este caso son los saduceos, quienes eran un grupo
religioso judío, pero no del todo creyentes, dejaban de lado la vida que hay
más allá de la muerte y estaban más pendientes de los progresos y logros de
esta vida.
Con relativa frecuencia queremos encerrar nuestra verdad,
la verdad de los demás, del universo y de Dios según nuestro parecer o antojo. En
esas ocasiones es nuestro interés mezquino aquello que lo motiva. Esta forma de
pensar, actuar y sentir, que hacemos depender todo únicamente de cómo lo
entendamos, en algún momento se vuelve dramático.
También ocurre que rebajemos el mensaje de Dios y su
palabra. Tal es el caso, por ejemplo, afirmar que hay una vida después de esta.
No lo tomamos en serio. Estamos tan metidos en las preocupaciones del día a día
que nos olvidamos del más allá.
Se trata de prestar atención a ambos aspectos. Hacer
nuestras responsabilidades del aquí y ahora como deben ser; y, pensar que de
esa manera reflejamos nuestra esperanza en dejar lo mejor para los que vienen.
Además, así se gana lo mejor para lo que nos espera en la vida después de la
muerte.
La muerte es el paso a la eternidad. Con la muerte no se
acaba todo, no. Es un paso para vivir para siempre en la vida o la muerte
eterna, esto es, del desamor del infierno.
¿Valoras que al final de los tiempos resucitarás y Dios
hará resplandecer la justicia, la verdad, que ahora vemos a tientas? ¿Te
propones valorar ese juicio justo y misericordioso de Dios?
P.
Arnaldo Alvarado
1 junio
2020
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