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«Recuerda
todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer» (Dt 8,2). Recuerda:
la Palabra de Dios comienza hoy con esa invitación de Moisés. Un poco más
adelante, Moisés insiste: “No te olvides del Señor, tu Dios” (cf. v. 14).
La
Sagrada Escritura se nos dio para evitar que nos olvidemos de Dios. ¡Qué
importante es acordarnos de esto cuando rezamos! Como nos enseña un salmo, que
dice: «Recuerdo las proezas del Señor; sí, recuerdo tus antiguos portentos»
(77,12).
Es
fundamental recordar el bien recibido: si no hacemos memoria de él nos
convertimos en extraños a nosotros mismos, en “transeúntes” de la existencia.
Sin memoria nos desarraigamos del terreno que nos sustenta y nos dejamos llevar
como hojas por el viento. En cambio, hacer memoria es anudarse con lazos más
fuertes, es sentirse parte de una historia, es respirar con un pueblo.
La
memoria no es algo privado, sino el camino que nos une a Dios y a los demás.
Por eso, en la Biblia el recuerdo del Señor se transmite de generación en
generación, hay que contarlo de padres a hijos, como dice un hermoso pasaje:
«Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: “¿Qué son esos mandatos […] que
os mandó el Señor, nuestro Dios?”, responderás a tu hijo: “Éramos esclavos […]
y el Señor hizo signos y prodigios grandes […] ante nuestros ojos» (Dt
6,20-22).
Pero
hay un problema, ¿qué pasa si la cadena de transmisión de los recuerdos se
interrumpe? Y luego, ¿cómo se puede recordar aquello que sólo se ha oído decir,
sin haberlo experimentado? Dios sabe lo difícil que es, sabe lo frágil que es
nuestra memoria, y por eso hizo algo inaudito por nosotros: nos dejó un
memorial.
No
nos dejó sólo palabras, porque es fácil olvidar lo que se escucha. No nos dejó
sólo la Escritura, porque es fácil olvidar lo que se lee. No nos dejó sólo
símbolos, porque también se puede olvidar lo que se ve. Nos dio, en cambio, un
Alimento, pues es difícil olvidar un sabor. Nos dejó un Pan en el que está Él,
vivo y verdadero, con todo el sabor de su amor. Cuando lo recibimos podemos
decir: “¡Es el Señor, se acuerda de mí!”.
Es
por eso que Jesús nos pidió: «Haced esto en memoria mía» (1 Co 11,24). Haced:
la Eucaristía no es un simple recuerdo, sino un hecho; es la Pascua del Señor
que se renueva por nosotros. En la Misa, la muerte y la resurrección de Jesús
están frente a nosotros. Haced esto en memoria mía: reuníos y como comunidad, como
pueblo, celebrad la Eucaristía para que os acordéis de mí. No podemos
prescindir de ella, es el memorial de Dios. Y sana nuestra memoria herida.
Ante
todo, cura nuestra memoria huérfana. Muchos tienen la memoria herida por la
falta de afecto y las amargas decepciones recibidas de quien habría tenido que
dar amor pero que, en cambio, dejó desolado el corazón. Nos gustaría volver
atrás y cambiar el pasado, pero no se puede.
Sin
embargo, Dios puede curar estas heridas, infundiendo en nuestra memoria un amor
más grande: el suyo. La Eucaristía nos trae el amor fiel del Padre, que cura
nuestra orfandad. Nos da el amor de Jesús, que transformó una tumba de punto de
llegada en punto de partida, y que de la misma manera puede cambiar nuestras
vidas. Nos comunica el amor del Espíritu Santo, que consuela, porque nunca deja
solo a nadie, y cura las heridas.
Con
la Eucaristía el Señor también sana nuestra memoria negativa, que siempre hace
aflorar las cosas que están mal y nos deja con la triste idea de que no
servimos para nada, que sólo cometemos errores, que estamos “equivocados”.
Jesús viene a decirnos que no es así. Él está feliz de tener intimidad con
nosotros y cada vez que lo recibimos nos recuerda que somos valiosos: somos los
invitados que Él espera a su banquete, los comensales que ansía.
Y
no sólo porque es generoso, sino porque está realmente enamorado de nosotros:
ve y ama lo hermoso y lo bueno que somos. El Señor sabe que el mal y los
pecados no son nuestra identidad; son enfermedades, infecciones. Y viene a
curarlas con la Eucaristía, que contiene los anticuerpos para nuestra memoria
enferma de negatividad.
Con
Jesús podemos inmunizarnos de la tristeza. Ante nuestros ojos siempre estarán
nuestras caídas y dificultades, los problemas en casa y en el trabajo, los
sueños incumplidos. Pero su peso no nos podrá aplastar porque en lo más
profundo está Jesús, que nos alienta con su amor. Esta es la fuerza de la
Eucaristía, que nos transforma en portadores de Dios: portadores de alegría y
no de negatividad.
Podemos
preguntarnos: Y nosotros, que vamos a Misa, ¿qué llevamos al mundo? ¿Nuestra
tristeza, nuestra amargura o la alegría del Señor? ¿Recibimos la Comunión y
luego seguimos quejándonos, criticando y compadeciéndonos a nosotros mismos?
Pero esto no mejora las cosas para nada, mientras que la alegría del Señor
cambia la vida.
Además,
la Eucaristía sana nuestra memoria cerrada. Las heridas que llevamos dentro no
sólo nos crean problemas a nosotros mismos, sino también a los demás. Nos
vuelven temerosos y suspicaces; cerrados al principio, pero a la larga cínicos
e indiferentes. Nos llevan a reaccionar ante los demás con antipatía y
arrogancia, con la ilusión de creer que de este modo podemos controlar las
situaciones.
Pero
es un engaño, pues sólo el amor cura el miedo de raíz y nos libera de las
obstinaciones que aprisionan. Esto hace Jesús, que viene a nuestro encuentro
con dulzura, en la asombrosa fragilidad de una Hostia. Esto hace Jesús, que es
Pan partido para romper las corazas de nuestro egoísmo. Esto hace Jesús, que se
da a sí mismo para indicarnos que sólo abriéndonos nos liberamos de los
bloqueos interiores, de la parálisis del corazón.
El
Señor, que se nos ofrece en la sencillez del pan, nos invita también a no
malgastar nuestras vidas buscando mil cosas inútiles que crean dependencia y
dejan vacío nuestro interior. La Eucaristía quita en nosotros el hambre por las
cosas y enciende el deseo de servir. Nos levanta de nuestro cómodo sedentarismo
y nos recuerda que no somos solamente bocas que alimentar, sino también sus
manos para alimentar a nuestro prójimo.
Es
urgente que ahora nos hagamos cargo de los que tienen hambre de comida y de
dignidad, de los que no tienen trabajo y luchan por salir adelante. Y hacerlo
de manera concreta, como concreto es el Pan que Jesús nos da. Hace falta una
cercanía verdadera, hacen falta auténticas cadenas de solidaridad. Jesús en la
Eucaristía se hace cercano a nosotros, ¡no dejemos solos a quienes están cerca
nuestro!
Queridos
hermanos y hermanas: Sigamos celebrando el Memorial que sana nuestra memoria,
la Misa. Es el tesoro al que hay dar prioridad en la Iglesia y en la vida. Y,
al mismo tiempo, redescubramos la adoración, que continúa en nosotros la acción
de la Misa. Nos hace bien, nos sana dentro. Especialmente ahora, que realmente
lo necesitamos.