Del prólogo al comentario de
san Jerónimo, presbítero, sobre el libro del profeta Isaías.
(Núms. 1. 2: CCL 73, 1-3)
IGNORAR LAS ESCRITURAS ES
IGNORAR A CRISTO
Cumplo con mi deber,
obedeciendo los preceptos de Cristo, que dice: Ocupaos en examinar las
Escrituras, y también: Buscad y hallaréis, para que no tenga que decirme, como
a los judíos: Estáis en un error; no entendéis las Escrituras ni el poder de
Dios. Pues si, como dice el apóstol Pablo, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría
de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su
sabiduría, de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo.
Por esto quiero imitar al amo
de casa, que de su provisión saca lo nuevo y lo antiguo, y a la esposa que dice
en el Cantar de los cantares: He guardado para ti, mi amado, lo nuevo y lo
antiguo; y, así, expondré el libro de Isaías, haciendo ver en él no sólo al
profeta, sino también al evangelista y apóstol. Él, en efecto, refiriéndose a
sí mismo y a los demás evangelistas, dice: ¡Qué hermosos son los pies de los
que anuncian el bien, de los que anuncian la paz! Y Dios le habla como a un
apóstol, cuando dice: ¿A quién mandaré? ¿Quién irá a ese pueblo? Y él responde:
Aquí estoy, mándame.
Nadie piense que yo quiero
resumir en pocas palabras el contenido de este libro, ya que él abarca todos
los misterios del Señor: predice, en efecto, al Emmanuel que nacerá de la
Virgen, que realizará obras y signos admirables, que morirá, será sepultado y
resucitará del país de los muertos, y será el Salvador de todos los hombres.
¿Para qué voy a hablar de
física, de ética, de lógica? Este libro es como un compendio de todas las
Escrituras y encierra en sí cuanto es capaz de pronunciar la lengua humana y
sentir el hombre mortal. El mismo libro contiene unas palabras que atestiguan
su carácter misterioso y profundo: Cualquier visión se os volverá –dice– como
el texto de un libro sellado: se lo dan a uno que sabe leer, diciéndole: «Por
favor, lee esto». Y él responde: «No puedo, porque está sellado». Y se lo dan a
uno que no sabe leer, diciéndole: «Por favor, lee esto». Y el responde: «No sé
leer».
Y si a alguno le parece débil
esta argumentación, que oiga lo que dice el Apóstol: Cuanto a los dotados del
carisma de profecía, que hablen dos o tres, y que los demás den su dictamen; y,
si algún otro que está sentado recibiera una revelación, que calle el que está
hablando. ¿Qué razón tienen los profetas para silenciar su boca, para callar o
hablar, si el Espíritu es quien habla por boca de ellos? Por consiguiente, si
recibían del Espíritu lo que decían, las cosas que comunicaban estaban llenas
de sabiduría y de sentido. Lo que llegaba a oídos de los profetas no era el
sonido de una voz material, sino que era Dios quien hablaba en su interior,
como dice uno de ellos: El ángel que hablaba en mí, y también: Que clama en
nuestros corazones: «¡Padre!», y asimismo: Voy a escuchar lo que dice el Señor.
Texto extraído de la LH, 30 de
septiembre