Foto: Conexión SUD
La
duda y las llagas
¡Paz
a ustedes! Nos ubicamos hoy en el segundo domingo de la Pascua. El Papa san
Juan Pablo II dedicó el año dos mil este día a la divina misericordia. En efecto,
la misericordia forma parte de la esencia de Dios.
Misericordia
viene del latín “miser (miserable, desdichado), cor, cordis (corazón)
y el sufijo ia. Esta palabra se refiere a la capacidad de sentir desdicha
de los demás”.
Ser misericordioso significa que se hace parte de esa miseria, es decir,
partícipe de esa carencia y desgracia del otro. Más ahora -en esta pandemia- es
tiempo de pensar en el otro.
Con
toda razón los padres de la Iglesia como primeros maestros de la fe en el cristianismo
afirmaron que con el nacimiento, muerte y resurrección de Cristo hubo un
admirable intercambio. Todavía más, un admirable comercio, trueque, donde no
cuenta la cantidad sino la cualidad, en este caso el amor sin medida hasta el extremo.
Los
textos que se leen en la santa Misa destacan por ese tono de misericordia, paz,
compasión y cercanía. Pues el primer saludo de Jesús es desear la paz a los
suyos ¡Paz a ustedes! Jesús ha venido a establecer la reconciliación, la
armonía, la nueva manera de relacionarse con Dios y los demás. Y precisamente
la paz es armonía con Dios y con los demás. Empezando por el que está más
cerca.
Este
saludo refleja la cercanía del Señor. El contexto que viven los discípulos es
complejo, duro, dramático y con amenazas. Ya sus propias fuerzas no les sostienen.
Tienen miedo. Están sin la cabeza, sin el maestro. Aún no se han tomado en
serio la resurrección del Señor. La cruz es el instrumento que usa Dios para
vencer el mal. No es la última palabra.
Dado
que Jesús vuelve a aparecerse a los ocho días. Están encerrados. Jesús va a
sacarles de esa cápsula como tantas veces lo hace Dios y nos envía instrumentos
para disipar el temor, ser perdonados y encontrar una mano que nos levanta.
Cuando
Juan el evangelista habla del miedo, no se refiere al psicológico, sino cobra
un sentido teológico. Esto es, cuando no se toma en serio el sentido de la
cruz, el sufrimiento y el mal. Ese es el peor miedo. Es la sensación del
derrotado. Únicamente aceptando a Cristo resucitado y vivo se puede pasar a la
paz y seguridad verdadera.
Es
tan realista el Señor que se muestra como tal. Da a conocer sus heridas, es
decir, las huellas del dolor, la pasión y muerte. Pero es él mismo en persona.
No es un fantasma, sino el vencedor. Lo reconocemos en sus llagas y heridas curadas.
Hay noches oscuras en nuestras vidas que es bueno aceptarlas y disiparlas con
la luz de la resurrección.
Dios
nos conoce hasta el fondo del corazón y pensamiento; ha querido instituir el
sacramento de la confesión para sanar nuestras heridas. Acudamos al perdón y la
misericordia divina para acogernos a la mano misericordiosa del Señor. Él nos
levanta de las caídas, las que sean; cura las heridas del pasado. No digas que
no tienes perdón. Aceptarte y reconocerte en ese corazón cálido que es misericordia.