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sábado, 4 de julio de 2015

Unión de parejas homosexuales ¿se puede equiparar al matrimonio?

La unión de parejas homosexuales es el caso más patente que no debe ser equipa­rado al matrimonio. Y, sin embargo, es el grupo más activo y el que -incluso cuando no se le men­ciona de modo explícito- contemplan los diversos proyectos de Ley sobre las parejas de hecho. Es preciso constatar la falta de racionalidad que sub­yace en sus razonamientos. A modo de síntesis, ca­bría responder así a sus falaces argumentos:
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·         No es cierto que existen «diversos tipos de matrimonio y de familia», sino tan solo distintas manifestaciones culturales del hecho familia. Solo existe el matrimonio y la familia como institucio­nes que derivan de la propia especificidad hombre­mujer, a partir de su estructura somática y de su sensibilidad psíquica.
·         Ese «vínculo jurídico equiparado al conyu­gal» que demandan es ilógico, pues en las parejas homosexuales no existe «conyugalidad» alguna.
·         Dado que la unión homosexual no tiene el «efecto social» de los hijos, pues es infecundo, ¿pa­ra qué reconocerla civilmente? Tal unión no aporta nada a la sociedad, sino que se pretende alcanzar un favor para los propios interesados individual­mente.
·        Ambas formas -matrimonio y unión homose­xual- contribuyen de modo totalmente diverso a la sociedad: el matrimonio es un «bien social», las parejas de hecho se les denomina con razón «unio­nes antisociales», dado que dan lugar a desestabili­zaciones en la sociedad, pues no originan paren­tesco alguno y son propicias a provocar algunas enfermedades, tales como el SIDA. De hecho, aun­que algunos colectivos gays defienden las parejas de hecho para practicar un «sexo seguro», sin em­bargo, según las estadísticas, «los homosexuales tienen la probabilidad diez veces mayor que un he­terosexual de ser portador del virus del SIDA». Por este motivo, el Parlamento Holandés, que pretende «reforzar la igualdad de trato a parejas de homose­xuales y lesbianas», lo único que les prohíbe es ser «donadores de sangre y de semen».
·         Si no se precisa la diferencia sexual para re­conocer tal unión y equipararla al matrimonio, cabe preguntar: ¿Por qué no se admite la unión de consanguíneos? En efecto, también los parientes podrían unirse legalmente y ser reconocidos como verdadero matrimonio, pues, si en estos se conde­na el incesto, debería también prohibirse la unión donde no existe distinción sexual. En efecto, la prohibición del incesto y la distinción sexual son las condiciones básicas para originar e integrar la sociedad humana.
·         Al argumento de que deben ser tratados con justicia, cabe responder que, efectivamente, por su condición no deben ser discriminados, pero «no penalizar» es distinto que «legitimar» jurídicamen­te con consecuencia públicas.

CONCLUSIÓN: Se impone hacer una llamada de atención a los políticos y a los juristas: no se puede legislar en favor de esa minoría perjudican­do e incluso destruyendo otra institución que es común entre los ciudadanos. La legislación es siempre decisiva en la vida social, pues interpreta, desde el punto de vista jurídico, una realidad hu­mana concreta. Y lo jurídico no puede deformar esa realidad, sino potenciarla y defenderla.

Y es el caso que el reconocimiento legal lesio­naría la justicia que regula derechos-deberes de los esposos, de estos con los hijos, etc. En consecuen­cia, originaría un sinfín de fraudes e injusticias. Por ejemplo, se daría el caso de unirse a una ancia­na/o para percibir la renta o la herencia. Asimis­mo, si a las parejas de hecho se les iguala a las fa­milias originadas del matrimonio con equivalentes derechos laborales, de beneficios fiscales, de segu­ridad social, créditos familiares de vivienda, reba­jas de transporte, etc. y no se les demanda los de­beres que conlleva el matrimonio, se comete una grave injusticia social, pues se les equipara en los derechos, pero no en-los deberes. En el fondo, las parejas de hecho buscan esa extensión de los bene­ficios de la familia a su propio estado, sin que gra­ve sobre ellas las obligaciones propias de la institu­ción familiar.

Pero cabe decir más. Las parejas de hecho son un mal para la sociedad. Al Estado, que por defini­ción busca el bien social, le interesan ciudadanos satisfechos, familias estables y una fecundidad ra­zonable en los matrimonios. Nada de eso ofrecen las parejas de hecho. Además, estas uniones pro­ducen abundantes casos de familias monoparenta­les y de otras situaciones penosas que el Estado es­tá obligado a atender con seguros y subvenciones.

En efecto, el reconocimiento jurídico de las pa­rejas de hecho dará lugar a graves problemas eco­nómicos, pues, como constata la Conferencia Epis­copal Francesa, «supone una carga financiera suplementaria, difícilmente justificable cuando, por otra parte, incluso se reduce la ayuda a las fa­milias». También en España, los técnicos estiman en 8.663 millones de pesetas el gasto por la nuevas pensiones de viudedad. Pues bien, si se aceptan las parejas de hecho, aumentarían 30.304 millones en el año 2.006. (Queda pendiente una cuestión que merecería una reflexión más profunda: la «calificación» moral de tales leyes. Cabría distinguir tres casos: a) El reconocimiento jurídico de las parejas de hecho, sin equipararlas al matrimonio, cabría calificarlo como ley  justa,  por cuanto reconoce situaciones reales en una sociedad plural y democrá­tica. A este caso, cabría aplicar el principio de Tomás de Aquino de que «la ley humana no puede prohibir todo lo que se opone a la vir­tud». Suma Teológica n-n, q. 77, a. 1 ad 1. b) En el caso de que se asi­milen al matrimonio, habría que pensar seriamente si cabe en tal caso aplicar el «principio de tolerancia». c) Sin embargo, parece que sería injusta una ley que igualase al matrimonio la unión de homosexuales, dado que se trataría de algo intrínsecamente malo.
Fuente: A. Fernandez, Parejas de hecho, Madrid 2011.

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